Sobre Carlos Rodríguez

El pasado 25 de Septiembre de 2015 tuve el placer de comisariar una exposición de Carlos Rodríguez, fotógrafo gallego nacido en Arbo y residente en Vigo, inaugurada en el Museo Estatal Ruso de Arte, Historia y Etnografía en la ciudad de Chelyabinsk, capital del óblast del mismo nombre en los Urales del sur. La exposición se presentó como plato fuerte del Photofest internacional que se celebra en esa ciudad rusa y acaba de descolgarse hace unos días.

Su trabajo tuvo una acogida espectacular, de la que dan fe algunas de las imágenes que acompañan al artículo, entre las que incluyo unas pocas obras de las más de cuarenta expuestas en formatos cercanos al metro de ancho y hasta metro y medio. El texto incluido pertenece a la presentación del catálogo.

Algunas de las imágenes expuestas pertenecientes a sus trabajos en Mexico D.F. y Madrid.

Con el Director del Museo, Sr Vladimir Bogdanovskyi y el Sr, Roberto Rivas, Comisario de exposiciones del Hermitage, Pushkin y otros museos rusos, ante la fachada del museo y en el interior del mismo.

Imágenes del interior de la sala.

Texto de la presentación del catálogo.

“SILENCE AND CONCLUSIONS”

Cuando en septiembre de 2014, mientras preparaba el convenio de intercambio cultural entre la región rusa de Chelyabinsk y la provincia española de Castellón, el museo de Chelyabinsk me planteó proponer un fotógrafo español al Photofest internacional del año 2015, tuve muy pocas dudas o, más exactamente, ninguna.

Ocurre muy frecuentemente que desde fuera nos remarquen los valores que ignoramos dentro de nuestra propia patria, algo que ocurre en todas y cada una de las comunidades. En muchas ocasiones ese toque de atención hace que un valor desconocido para el público en general se convierta de la noche a la mañana en alguien respetado y admirado. Éste es uno de esos casos privilegiados en que una obra de un autor vivo, con una calidad y dimensiones descomunales ha salido del anonimato para bien de todos.

Haré un poco de historia.

Conocí a Carlos Rodríguez allá por 1983 en una visita que me hizo por su interés en mi obra. Supe entonces que trabajaba para revistas del motor, pero no fue hasta unas cuantas visitas después entre las que pasaron varios años que, una noche tras una cena, abrió una carpeta que escondía lejos de mis ojos y me puso encima de la mesa unas fotografías de paisajes tan delicadas como espectaculares y con una aproximación a la tierra tan particular que me quedé sin palabras. En sucesivos encuentros pude ver como su colección crecía e incluso en varias ocasiones fuimos juntos en busca del momento perdido. Recuerdo cómo en la cascada de Vieiros, una mañana gris, fría y lluviosa, de invierno, decidí no disparar mi cámara porque allí no había nada y, mientras la guardaba vi para mi asombro como Carlos se metía hasta la cintura en el río de agua terriblemente fría con su cámara de placas de 9×12 y el trípode. La plantó en el medio del cauce del río empapándose con la bruma que salía de la cascada e hizo varios disparos tras cambiar los cargadores de placas. Días después pude ver las placas reveladas y aún hoy sigo preguntándome, 20 años después, por qué yo no disparé. La imagen era milagrosa. Pocos tuvimos el placer de disfrutar de su genialidad en directo mientras él seguía acumulando imágenes año tras año. Y entonces casi por casualidad alguien desde fuera descubrió su obra.

En 1993 un japonés se encontró en una visita a Santiago de Compostela con un par de docenas de fotos ampliadas en una sala sobre una mesa de reuniones, en la que Carlos hacía una selección aprovechando el tiempo mientras esperaba por una reunión de trabajo. Aquel señor comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa mirando todas y cada una de las fotos, preguntó por ellas, por su técnica, por la película empleada y se enteró de que eran placas de Fuji. Aquella persona que demostraba tanto interés por lo que veía era el Sr Maeda, a la sazón director de Fuji Europa. Esto ocurrió un viernes; el siguiente lunes Fuji contactó con Carlos y le ofreció la primera exposición individual de un autor en el Sonimag de aquel año en Barcelona. El merecido éxito de la misma catapultó al autor y su obra hasta el punto de que en su tierra, Galicia, se publicó en octubre de 1995 el libro “Galicia, instante eterno” que se convirtió en libro institucional de la comunidad y que en diciembre de ese mismo año recibió en Londres el premio a la mejor edición mundial. Galicia se merecía algo como eso y Carlos también.

Tras este primer libro se sucedieron en cadena las publicaciones que llevaban su firma y que se podrían calificar como referencias. Una larga lista que omitiré voluntariamente para no dejar el hilo de mi presentación.

Curiosamente en esta exposición que aquí se presenta no hay ni un solo paisaje. ¿Entonces de qué estamos hablando?

Encasillamos a los autores, creemos que Picasso sólo hizo cubismo, Kandinski nunca hizo otra cosa que abstracto, Carlos sólo hace paisajes… Falso, pero no deja de ser un cliché comúnmente aceptado de modo general.

Acreditado por sus paisajes, Carlos Rodríguez enseñaba como con un tímido “también hago esto” fotografías de edificios en ruinas o en construcción, siempre al límite de lo posible y tan personales como es de rigor en su caso. Esta faceta de su obra desarrollada en España, México, Francia, etc, nuevamente es más conocida fuera de su tierra que dentro y, al final, la propuesta hecha de su obra al museo se puede considerar una obra magistral para los autores rusos, con un inmenso patrimonio industrial en plena reconstrucción con abundantes señas aún de un pasado cercano que ha quedado obsoleto y no ha sido destruido, que permitirá décadas de fotografías asomándose por la ventana que les abre esta colección de imágenes de Carlos Rodríguez.

Estas potentes imágenes son de una enorme perfección clásica en lo que a su virtuosismo artesano se refiere. Me recuerdan el cuidado acabado de las imágenes de Sebastiao Salgado en “Génesis”. Pero lo que alimenta la emoción que producen es que los espacios sin gente no están vacíos completamente de humanidad, simplemente esperan la vuelta de los que se han ido, porque la calidez de lo humano no ha desaparecido de ellas, queda algo, como si fuera un perfume, que deja claro que este momento sólo es un lapsus y que pronto volverán los que se acaban de ir. Los que trabajan parecen no hacerlo, la estética de las imágenes hace que en ellas la belleza pueda más que el esfuerzo. Un obrero se asoma entre vigas, parece un modelo, parece una escena preparada; incluso los colores son exactos, los tonos perfectos y llenos de matices… demasiado bueno para aceptar que es una situación auténtica, pero es real y casi está viva la imagen. La estructura mojada por la lluvia, las protecciones movidas por el viento; hermoso ahora que está plasmado en una imagen, pero con el sentimiento de la inclemencia a flor de piel. La cálida quietud de la obra al final del día cuando los trabajadores se retiran, dejando la maquinaria tapada como si de monstruosos esqueletos se tratara, pero tapada con cuidado, cariñosamente, como buscando el bodegón que nadie admiraría si un ojo experto no encontrara entre tanto polvo y oscuridad una perla gris que nadie sabía que estaba allí. He aquí los objetos tratados como si estuvieran vivos y lo humano completamente integrado con la materia. Detrás de este hiperrealismo que oculta la realidad sólo quedan las imágenes del pensamiento, o la realidad simultánea. No hace falta ningún tipo de magia para mirar al futuro y decir que estas imágenes que vuelven a poner en escena a un autor con una nueva y potentísima obra para añadir a sus conocidos paisajes, van a colocarle en la historia en un lugar único y privilegiado que pocos en su tierra han alcanzado hasta el día de hoy. Pero la historia continúa, él sigue disparando.

 

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© Valentín
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